Recuerdo en particular a dos jóvenes corredores que se
llamaban Tomoyuki Taniguchi y Yutaka Kanai. Ambos estaban en la segunda mitad
de la veintena. Creo que provenían del Club de Atletismo de Waseda y que, en su
época universitaria, participaron en el maratón de relevos de Hakone. (…) Pero,
en Hokkaido, durante una concentración de verano, tuvieron un accidente de
tráfico en uno de los desplazamientos y los dos fallecieron en él.
(…) También ahora, cuando corro por las mañanas por el
circuito de alrededor del Palacio Imperial de Akasaka o por Jingu Gaien, me
acuerdo a veces de ellos. Hay momentos en los que hasta tengo la impresión de
que voy a encontrármelos corriendo de frente a mi, en silencio, exhalando vaho
blanco por la boca. Y siempre pienso lo siguiente: los sentimientos de ambos,
que soportaron tan duros entrenamientos, sus proyectos, sus sueños, los deseos
y esperanzas que albergaban y que ahora se han esfumado… ¿a dónde han ido?
¿Acaso nuestros sentimientos desaparecen y se pierden así, sin más, de un modo
tan frustrante, cuando muere nuestro cuerpo?
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